Raíces

Le digo al Boticcelli que me deje de mirar con esos ojos amarrados al tiempo, que me descubra las vergüenzas que los paños solo sirven a las fiebres, que me dé remedios para los días que no remontan el vuelo. Las carreras me hacen prisas -qué desastre-, y el café con hielo es una cosa tan española que los americanos se sonrojan al pedírselo a Silvia. Le viene viento al mundo, aunque el murmullo siempre suene tan lejos, tan en Cisjordania y Sudán, tan Siria y Líbano. Siempre tan eco. Qué afortunados nos veo, Primavera, y sin embargo cómo nos sopla el viento. 

Valdés: en un abrir y cerrar se te posa la muerte toda reloj de arena, vestida con el negro del tiempo, que es el traje marchito de la carne, ráfaga de fiebres. Por eso, Valdés, no creo que sea el café por lo que los americanos se sonrojan, sino por el almendro inmenso,
níveo de flor
                 y de luna.

Me recojo el cuerpo -que yacía de canto- y troto cuesta arriba. Noto mi corazón latir en onomatopeyas que caen al suelo y golpean la luna. Me asalta entonces otro lunes, y qué será lo que mira la de Dalí, allí, tan lejos, tras la ventana. 

Se te mete en la cabeza y ya no la puedes sacar, Pablo. Se te hace azul de vida, y azul de soledad y muerte, que son flores rotas de la carne. Pero escucha cómo murmulla, desde tan cerca, Pablo. Escucha cómo se le oyen las onomatopeyas y cómo se le llena de erizos el vello. Qué delicia. Se te hace toda olivo, se te mete en la tierra y ya solo quieres ser raíces. 

¿Azul? De luz, Pablo.

Con cariño,

Javier.

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