Raíces

Le digo al Boticcelli que me deje de mirar con esos ojos amarrados al tiempo, que me descubra las vergüenzas que los paños solo sirven a las fiebres, que me dé remedios para los días que no remontan el vuelo. Las carreras me hacen prisas -qué desastre-, y el café con hielo es una cosa tan española que los americanos se sonrojan al pedírselo a Silvia. Le viene viento al mundo, aunque el murmullo siempre suene tan lejos, tan en Cisjordania y Sudán, tan Siria y Líbano. Siempre tan eco. Qué afortunados nos veo, Primavera, y sin embargo cómo nos sopla el viento. 

Valdés: en un abrir y cerrar se te posa la muerte toda reloj de arena, vestida con el negro del tiempo, que es el traje marchito de la carne, ráfaga de fiebres. Por eso, Valdés, no creo que sea el café por lo que los americanos se sonrojan, sino por el almendro inmenso,
níveo de flor
                 y de luna.

Me recojo el cuerpo -que yacía de canto- y troto cuesta arriba. Noto mi corazón latir en onomatopeyas que caen al suelo y golpean la luna. Me asalta entonces otro lunes, y qué será lo que mira la de Dalí, allí, tan lejos, tras la ventana. 

Se te mete en la cabeza y ya no la puedes sacar, Pablo. Se te hace azul de vida, y azul de soledad y muerte, que son flores rotas de la carne. Pero escucha cómo murmulla, desde tan cerca, Pablo. Escucha cómo se le oyen las onomatopeyas y cómo se le llena de erizos el vello. Qué delicia. Se te hace toda olivo, se te mete en la tierra y ya solo quieres ser raíces. 

¿Azul? De luz, Pablo.

Con cariño,

Javier.

Navidad

 Yo, que era feliz cuando no lo sabía, y me comía las uñas en misa, deseando que el párroco acabase su interminable letanía, y me hacía y deshacía a voluntad también sin saberlo. Me solía envolver en papel de regalo. Me solía envolver mal, porque es como yo envuelvo. Creo que nunca me darán un premio por mis envoltorios. Dicen que el cuerpo es eso, precisamente: un envoltorio; cáscara; carcasa; contenedor; caja. Una crisálida. El problema viene cuando uno abre la caja y la encuentra vacía, y entonces, después de rota la caja, no queda nada, si acaso cenizas al lado de un árbol, y el ciclo del carbono. Conjunción copulativa a la carrera. Yo soy de esos que hacen de los meses personas, porque sí, porque me gusta saber que diciembre sale ya por la ventana, llevando consigo las buenas y las malas, y todas muertas en el recuerdo. Enero nos entusiasma tanto porque ojalá pudieramos empezar de nuevo: renacer y hacer las cosas distinto. Estoy seguro de que, si volviésemos a nacer, haríamos las cosas igual. Seguro que Hitler se caería por las escaleras y eso le trastornaría hasta convertirlo en demonio. O tal vez eso me lo haya inventado. Las ramas de este árbol son tan largas; hay tanto por donde caminar a mis anchas que temo que las ramas se hagan bosque y del bosque se pierda la claridad y llegar a la arena de noche, cuando no pueda leer los nombres que hay en ella.

En realidad, no tiene importancia. En términos relativos, nada la tiene. Por eso ya nunca encontramos níscalos, pero tampoco minas, ni difteria, ni malaria, y gracias, pero no a dios. Así que, qué importa nada, si los regalos están mal envueltos, la cáscara es eso y es todo lo que hay, y diciembre sale por la ventana porque quiere morirse de una vez por todas.

Siempre que veo el mar pienso en aquel viejo de Hemingway y entristezco por todas las tristezas que he leído en los libros, pero entristezco por orden: primero me da pena pensar en Horacio y Traveller y en el tablón de madera que va de pieza a pieza -y la verdad es que no sé por qué, pero siempre me da pena verlos ahí-, después me da pena aquél retrasado mental que vivía en algún lugar de los Andes, al que Sendero Luminoso le mató todas las vicuñas "por la causa", y casi de inmediato me golpea la tristeza por todos los instrumentos desafinados que se pudren en los manicomios. Luego sí, luego pienso en todos los Buendía, en Aomame, en Tengo, en Sylvia, en Ignatius, en aquella Andrea que se fue a Barcelona, en Sabina, en el pobre Adrià, al que su padre no supo querer, pero al final siempre acabo en aquella residencia para ancianos de Cercas, llorando porque, fíjate, al final siempre se muere solo. Al menos el viejo tenía al chaval. Ocurre que a veces a uno lo matan mal, como le pasó a Gila, pero morir siempre se muere mal.

En mi casa las toallas nunca huelen a nube. No es que importe, porque nada lo hace, pero bueno, es un hecho. En Bratislava, no muy lejos de la estación de autobuses, hay una iglesia del color del cielo cuando hace bueno. En el aeropuerto de Dublín hay una chica que te mira como si se fuese a fundir contigo, aunque sea sólo lo que dura el cruce de miradas, y unos aseos en los que escribes poemas de despedidas en aeropuertos. En la costa de Croacia hay una botella de vino de un litro con un burro en la etiqueta y el mar a las dos de la mañana, donde no puedes leer los nombres en la arena. Y siempre va a haber un bar al lado de la estación de trenes de Budapest donde matarás las dos horas que quedan para irte, y te vas a emborrachar con un vino muy raro, para llegar al tren corriendo, y que las puertas se cierren al instante. Nuestro anfitrión ha cocinado cordero y hay seis botellas de vino sobre la mesa, enjoy y ya son veintitrés. De Nápoles a Florencia son siete horas en tren, así que más te vale ir cortándote el pelo, y qué amables son los adventistas del séptimo día.

No estoy seguro de sobre qué escribía antes de no escribir. Supongo que es algo parecido a la problemática que supone no saber qué hacía antes de no nacer, y etcétera. El pleno a ochenta, la línea a trece, el cartón a dos y empezamos. Pareciera que siempre faltasen uno o dos números para la línea, si hubiesen esperado un poco...

Desde la cocina llega el olor (sin hache) a cordero en su salsa con patatas. Una vez, mi hermano David y yo fuimos a comer una de las casas de mi padre -no es que tuviese muchas, es que vivió en muchas, y me refiero a aquella que quemó unos meses más tarde-. Era el día de Navidad. El mismo día que hoy. El mismo día que Victoria decidió hasta aquí, hace hoy un año. Era el mismo día, pero hace ya cuatro o cinco años. Y mi padre, que nunca tuvo un duro porque tenía agujeros en los bolsillos y muy poca suerte, sacó de aquél pequeño horno de aquella casa de dos habitaciones en Monachil, que después olería a calcinado y a no estoy muerto por los pelos, el mejor cordero que yo he probado nunca. Y puede que, sentado en aquella mesa redonda con salvamanteles de flores quemado por los cigarrillos, en aquel ambiente sórdido, solitario y muy triste, en el que la decoración navideña no lo hacía sino más triste, más solitario y más sordido, lo que supiese tan bien no fuese el cordero, sino el hecho de que mi padre -que tenía agujeros en los bolsillos y muy poca suerte- hubiese hecho el esfuerzo de prepararlo con todo el cariño del que era capaz, que era mucho. En su misa también me comía las uñas, porque el cura no conocía a mi padre, ni sabía de aquel cordero, ni de todo -y hay mucho- lo demás, y le daba igual.

Los vacíos son inconmensurables, las distancias insalvables y las felicidades -en plural- efímeras.

Cuando pasas por Connaught a las doce, el castillo apenas sí conoce el agua, y todas las barquitas están tocando el fango. A la vuelta, el castillo y el mar son uno, y es difícil reconocer el lugar. Allí es a dónde van a morir las cosquillas. Yo tengo un amigo allí que es caballo casi blanco, con los ojos muy grandes y la lengua muy húmeda, y que se la pasa relinchando y dando consejos al aire.

Aníbal estaba cansado de la hipocresía que domina en las relaciones interhumanas, incluso en las más íntimas, y Aníbal, que es Moliére en dos mil catorce a la puerta de una discoteca, da en el clavo. Y Don Mendo por fin consigue su venganza, y vine a Comala porque me dijeron que aquí vivia mi padre.

Antes de irme a dormir, me imagino que el sol le dice a la luna, en cada atardecer, justo antes de irse del todo, algo así como: qué guapa estás hoy, luna. O: hoy estás más guapa que nunca. Cada día, durante miles de millones de años. E imagino que no se cansa, ni manda a la luna -que nunca contesta- a tomar viento, sino que sigue pacientemente trabajando el terreno. E imagino que lo hace por dos cosas: primero, porque alberga esperanza. Y después, porque el tiempo pasa de forma distinta para el sol, y qué son unos cuantos miles de millones de años si la recompensa es la luna, ¿verdad?

Mañana, dentro de siete días, ya es enero. Los enero -que he conocido ya a unos cuantos, no creas- son de guerra, de transformación fallida, de conflicto. De conflicto. No del que deja niños muertos en la franja de Gaza, ni del que deja viudas en Kobani, ni del que deja huérfanos en Melilla, sino del que te deja muerto, viudo y huérfano todo por dentro, y no hay escapatoria posible. Alguien debería dejarles claro a todos los genocidas que no hay la más remota posibilidad de redención, y que al infierno con ellos, carajo.

En Valsaín hay un palacio en el que se perdía el rey archivero; ese que, para haber firmado todos los documentos que firmó, tuvo que no haber dormido nunca. Pero siempre hay un truco, llámalo magia.

Es verdad que nunca llego a ningún sitio. Siempre me ha gustado pensar que es porque no me lo propongo.

Vivir mata: siempre hay un precio que pagar

Vivir mata, aunque algunos no lo tengan claro todavía y estén buscando disfrutar del premio sin pagar el precio. Llevamos muriendo tantos siglos que ya deberíamos estar acostumbrados; lo que pasa es que no podemos dejar ir esa sensación de injusticia, esos cinco minutos más. La muerte debe sentirse como poner el primer pie fuera de la cama en invierno, o como salir de una ducha de agua hirviendo y encontrarse en la mitad de Siberia. La muerte debe de ser tan fría, anodina -en todas sus acepciones- y tediosa; tan nada de eso, ni de esto, que cansa pensarlo. Por eso es el impuesto a evadir.

Claro está que si fuese la Hacienda de cualquier país europeo, y no la divina, a la que se intenta defraudar, serían los ricos los que disfrutarían de las mayores exenciones -¿un siglo y medio de vida en buenas condiciones para ti y para los tuyos? ¿quién no lo querría para sí?-, ventajas y triquiñuelas, y, por supuesto, ¡amnistías!, la inmortalidad anhelada por la humanidad. Porque siempre es, y siempre ha sido, ese pequeño tanto por ciento quien ha disfrutado del favor divino, de la gracia. Los reikies, los patricios, curatores y bellatores, nobles, aristócratas, burgueses; privilegiados. Por favor celestial o por fuerza, los divus siempre lo han sido a costa de los paupérrimos; los pobres, los esclavos, laboratores, el pueblo. Porque los primeros siempre han obligado a los segundos a avergonzarse de serlo y se han erguido ante lo que ellos son; y así, nuestros antepasados legitimaron un "ellos; nosotros", donde nadie querría pertenecer al nosotros. Y díganme, ¿quién reconocerería ser de un grupo al que nadie quiere pertenecer? Así es como nosotros creemos ser ellos, y compramos casas, coches, televisores... y nos consumimos, creyendo haber vivido, cuando en realidad hemos sido esclavos: sus esclavos. Vivir mata, ¡pues claro! Pero mientras tú "vives", los menos viven, sin inmutarse por las miserias de los que hay debajo, los que mueven el engranaje y tiran del carro ansiando la zanahoria; si solo viéramos el palo...

Pero ahora me pregunto, ¿y si nosotros somos ellos? o peor, ¿y si somos sus cómplices? ¿y si para "vivir" estuviésemos sometiendo a otros a una existencia aún más mísera? Lo vergonzoso no habría sido caer en el engaño, sino, aun siendo conscientes, no haber dicho aquí me bajo. Por eso, nuestro objetivo como civilización debe ser una vida digna para todos. Porque, al final, de un modo u otro, la vida mata, y lo importante es la clase de vida que se ha tenido. Aunque algunos no lo tengan claro todavía.

Pero claro, siempre hay alguien que quiere disfrutar del premio sin pagar el precio. Y Malthus, y todo eso...

Muchas gracias, por favor


Es verdad, dice con la voz de niño, y probablemente miente, no por su condición de niño, sino por su realidad humana. Ser niño es probablemente la condición más benigna de todas cuantas nos amenazan. Yo siempre he caminado por la casa encendiendo las luces, por miedo a que la oscuridad trajese cosas que no deseo ver, porque son cosas que me aterrorizarían y me harían pensar que me he vuelto loco. Es verdad, dice con la voz de niño, y ahora estoy seguro de que es mentira.

Repasé en mi cabeza la lista de dinosaurios que me hubiese gustado ser. Cortázar, Borges, García Márquez, Chéjov, Allan Poe. El té estaba listo, no tuve que colarlo, pero me valía así. Le añadí un poco de leche. Me hizo pasar a su despacho y viéndome revolverme inquieto sobre mis piernas dijo vamos, siéntate, que no pasa nada. El despacho estaba hecho de humo y pare usted de contar: el humo de hacía décadas era aún visible en éste y aquél rincón. La profesión de éste hombre es fumar, pensé, y me debió de hacer gracia porque me preguntó que de qué me reía, y yo miré para el suelo, sólo para ver cómo mis pies no tocaban el suelo y pensar que espero crecer porque como me quede así todos se van a reir de mí. Encendió un cigarro, lo que, estimé, le valió, al menos, quinientas pesetas de su sueldo. Después abrió una carpeta roja muy poco abultada, y dijo mi nombre y apellidos en voz alta, a lo que yo respondí corrigiendo la mala pronunciación y él oh, perdone usted, señorito.

Me hacía preguntas poniendo mucho énfasis en los puntos de interrogación, como si de verdad sintiese la necesidad de dejar claro que no estaba afirmando nada. Me preguntó ¿¿¿y tú qué quieres ser de mayor??? y entendí que por eso estaba en su despacho. Porque los adultos quieren saber qué pretendes ser de mayor, y en función de tu respuesta, juzgarte capaz o incapaz para ello, y abrirte o cerrarte puertas. Es por eso, y porque quieren saber si vas a ser un miembro productivo para la sociedad, porque tienes que serlo, porque no querrás ser músico, o escritor, ¿verdad? Y yo no, claro que no, yo quiero ser...

yo quiero ser dinosaurio, y de los grandes. ¡Augghghrhrrr! -rugí, legendariamente-.

... médico, o algo así.

A partir de entonces, cada año nos preguntaban lo mismo. Uno por uno. Nos metían en aquél despacho cancerígeno y el señor Ruz decía nuestros nombres y apellidos en voz alta y después nos preguntaba cómo nos adaptábamos, qué habían estudiado nuestros padres y si leíamos en casa, y luego y tú qué quieres ser de mayor, entre seis signos interrogativos, y ten siempre una buena respuesta a mano porque si no, el señor Ruz llama a tus padres y les dice que no tienes perspectivas de futuro, que mejor te pongan ya a trabajar, que no vas a ser útil. Carpintero, dije el tercer año, y la nube de humo blanco hizo una mueca de desaprobación que me devolvió a la mentira del médico de los dos años anteriores. Por aquél entonces no, pero luego sí supe que era afortunado, porque yo no tenía al señor Ruz en casa, y muchos otros niños sí: los padres de algunos de ellos ni les preguntaban qué querían ser de mayor, sólo decían tú vas a ser abogado y hablarás en francés y bailarás a la pata coja cuando yo lo diga, y sansacabó. Y yo podía ser lo que quisiese. Cualquier cosa. Cualquier cosa menos muchas cosas. Porque por entonces, aunque muy primitiva y velada, yo empezaba a desarrollar una conciencia de clase que me decía, primero, que no iba a estar solo, y segundo, que había muchas cosas en el mundo que no podría ser, por mucho que me lo propusiese. Cuánta verdad había en mi pensamiento sólo lo descubriría con el paso del tiempo.

Al final, después de los seis años que pasé allí, comprendí que al señor Ruz no le pagaban por fumar, no. El señor Ruz era el pastor de aquél rebaño, y nos iba llevando -o él creía que nos iba llevando- por donde más nos convenía -o él creía que más nos convenía-, y a veces también era el encargado de darnos algún que otro mordisco por díscolos y displicentes, que es una palabra que Jorge encontró en el diccionario un día, durante la clase de lengua, y cada vez que salíamos del despacho del señor Ruz nos preguntábamos cómo había ido, y respondíamos muy bravos, he sido muy displicente, y todos nos reíamos en un corro que estaba lleno de médicos, de abogados, presidentes del gobierno y jueces, pero que lo estaba en realidad de astronautas, estrellas del rock, escritores y un dinosaurio colosal.

A casa seguían llegando cartas de desahucio, de embargo, de impago, de último aviso, de venga no llores que volvemos a empeñar los collares, y sólo queda el de perlas, y no lo quiere nadie, y todo lo demás está ya allí, y ahora qué vamos a hacer, y tendremos que irnos a vivir debajo de un puente, que es el plan y la amenaza de siempre. No creo que el señor Ruz creyese nunca que yo quería ser médico. Puede que por eso siempre me preguntase ¿¿seguro?? con cara de ¡ay, pillín! Ojalá pudiese decirle ahora al señor Ruz que yo quería ser dinosaurio de los grandes, y ojalá eso pagase las facturas.

Me miré los pies, bien puestos en el suelo. Los números en la pantalla negra pasaban con una lentitud exasperante. Como todo en la vida, pensé. El número tres en color rojo digital se convertía en cuatro con la facilidad con la que se convertía en cinco y así en seis y en siete y todo lo demás. Por fin llegó el ochenta y siete. Me senté en la mesa y buenos días qué desea. Era un despacho insulso. De hecho, era una mesa, sin paredes. Eran muchas mesas en una habitación muy grande, y en cada una de ellas había un buenos días qué desea que ni te miraba a la cara, porque para qué tratar de personas a las personas, si en el mundo en el que vivimos todo importa una mierda. Número de afiliación. Número de carné. Número de teléfono. A partir de ahora le llamaré 0000087, si no le importa, le vi decir en una ensoñación. No, no me importa, para qué me va a importar. Entonces me preguntó ¿y en qué le gustaría trabajar? y me miré los pies. 0000087, ¿en qué le gustaría trabajar?, repitió. Rugí en mi interior: el dinosaurio quería salir y decirle yo quiero ser dinosaurio, y de los grandes, e irse de allí poniéndolo todo patas arriba, dejándolo todo hecho un desastre lleno de vísceras a las que no sabría poner un nombre porque al final

- Médico
- ¿¿Estás seguro?? ¿¿No me estarás engañando??
- No. Es verdad.

De cualquier cosa, señorita. Por favor.

Manhattan


Nos pudo Manhattan. Nos pudo la ambición, y perdimos el contexto. Hielo, nos volvemos de hielo y con él tememos que llegue la primavera y hacernos agua que corre río abajo mientras la naturaleza, que también somos nosotros, nos ofrece resistencia. Somos agua gélida que baja rampante hasta tocar el fondo, y entonces emerge como lava furibunda, y tras la erupción simplemente sigue su curso hasta tocarse con el mar. Nos hacemos uno con el mar en esta isla donde se sueña con metal; en esta isla en la que el pecado se mide según el pecador, y en la que se pescan toneladas que siquiera se comerán. Es vertiginosa esta isla. Es como el hielo que en primavera se vuelve agua y corre río abajo sorteando los peces, y furibunda sigue su curso hasta perderse en el mar.

Antes hubiese encendido un cigarrillo, pero ya no. Me ajusto la bufanda y subo al vagón. Lata de sardinas donde se mezclan los peces nacidos en este mar y los que han llegado a él por azar, fortuna o desgracia. Respiro. El cristal se ruboriza y aparta la mirada. Me lo hace saber empañándose, y ceso el cortejo. Miro a una chica y veo un atún. Miro a otra y es un besugo. Veo tiburones, ballenas, esturiones y medusas. Es un río oceánico este mar, esta lata, que en cualquier momento puede ser una trampa mortal, y río entre dientes. Yo no soy un pez. Yo soy el agua que los arrastra. Bajo, camino.

La lata se ha vuelto más grande: ha ampliado sus horizontes. Inundo las calles, torrencial, y los peces se apartan como pueden, tratando de salvar su vida. Ya no es una lata. No. Ahora estoy en la isla. Alguien arroja comida y es como ser testigo tras el cristal de una pecera: en violentas sacudidas lo devoran, y en apenas segundos sólo quedan restos que ninguno de ellos quieren. Llegan otros peces más pequeños, y gustosos recogen los restos. En cada esquina suena el metal, que golpea con fuerza el suelo, haciendo que la isla entera retumbe de manera constante: el seísmo es entonces normalidad, y sólo cuando cesa cunde el pánico, y la escena de la comida se repite con dramáticas diferencias. Sigo caminando.

Me miran y saben que soy agua; saben que el agua no pertenece a su complejidad ficticia, en la que pretenden ser animales más sofisticados de lo que son, y tiemblan ante la brisa que me acompaña. Leo los carteles con atención, los repito en voz alta. Antes de ser agua fui niño, y hubo momentos en los que se me olvidó leer, y para aprender de nuevo tuve que leer en voz alta cada cartel. Ahora no me hace falta aprender, pero les doy voz para que no se sientan ignorados. No hay nada más triste que un cartel que nadie lee, excepto todo aquello que resulta más triste, como el agua encerrada en una lata, o los pájaros que van a morir a la costa cuando sienten que se acaba su tiempo. Respiro, y fluyo sin rumbo.

Giro la esquina. Me siento cansado. El aire está hecho del humo de miles de cigarrillos que confundo con mi vapor. Me pesan las piernas. Los peces se agolpan a mi alrededor. ¿Me están bebiendo?.

Respiro angustiado, con dificultad. Intento zafarme, arrastrarlos corriente abajo, pero no tengo caudal suficiente. Flaqueo. Pronto se forman bancos que una gaviota dispersa, pero llegan más. Me veo morir. Recuerdo ser hielo, y todo cuanto arrastré: los árboles, las rocas, las ramas, la arena. Es entonces cuando me doy cuenta: me he agotado. Soy agua dentro de una isla. He sido lo que no se puede ser. Y difícilmente recuerdo querer ser otra cosa.

Le Havre, Hopscotch, o la muerte sin más


Abrió la puerta en pijama, como quien recibe a un amigo de toda la vida, y me invitó a subir. No sonrió, ni hablamos mientras subíamos los tres pisos. La puerta del apartamento estaba abierta. Atravesamos un pasillo con puertas blancas a ambos lados, todas estaban cerradas, excepto la última del lado siniestro: la suya. Pasamos al salón, donde había dispuesto una botella de vino “Le Havre” -¡como la película!, pensé- y dos pequeños platos con patatas fritas y galletas. Se sentó en el sofá, un sofá negro de cuero que rodeaba una pequeña mesa de madera, y, tras deshacerme de mis dos abrigos y bufanda, yo también me senté.

Nos habíamos visto una vez antes, en una fiesta, allí mismo. Aquél día había mucha gente y apenas intercambiamos una palabra, pero fue la mejor anfitriona que he tenido, siempre atenta y complaciente, y quise hacérselo saber, así que le escribí un correo al día siguiente dándole las gracias por todo. Algunos días después ella me escribió a mi, diciendo que no entendía la muerte y que se iba a volver loca. Quedamos en que alguna vez tendríamos que hablar de ello con una copa de vino en la mano.

Descorché la botella, no sin dificultades, ya que mis manos estaban heladas. Ella observaba atenta mi falta de habilidad, lo que hizo que yo me negase a dejar esa botella cerrada un minuto más -de lo contrario, tendría que irme de allí con el rabo entre las piernas, preguntándome por qué nadie me enseñó nunca a abrir una botella de vino, y por qué tendría nadie que haberlo hecho, cuando no requiere más que dos manos y una mínima fuerza-. Para mi alivio, conseguí abrir la botella, pero no pude evitar quejarme de lo que me dolían las manos a causa del frío combinado con el esfuerzo, y mientras me decía lo sensible que era, sirvió dos copas.

Di el primer trago, dejé el vaso sobre la mesa y le pregunté: “¿Bueno, y qué opinas sobre la muerte?”, me respondió que no era forma de empezar una conversación, y que lo adecuado sería empezar por un “¿qué tal el día?” o algo parecido. Concedí la observación y comenzamos a hablar. Me dijo que había leído a un autor español, pero que no recordaba el nombre, y que el título en inglés era “The Dust”. No conseguía localizar el libro en mi memoria. Pensé que, tal vez, en español el título sería distinto. La asesina de incógnitas de nuestro siglo que es la tecnología se encargó de despejar “x”, y resultó que había leído “Niebla”, de Miguel de Unamuno. Comenté lo mucho que me gustó cuando lo leí y le conté que mi bisabuelo opositó a la misma cátedra que Unamuno, y que ocupó un sillón en la Real Academia Española, y también relaté, tan fidedignamente como me fue posible, el episodio con Millán-Astray y la intervención de Carmen Franco para salvar el pellejo de aquél sumo sacerdote bilbaino-salmantino. Ella parecía interesada y empecé a divagar sobre todo un poco, que es un mal vicio que tenemos algunos cuando se nos deja ir. “Regeneracionismo”, “Cuba” y “Joaquín Costa” fueron el movimiento, la isla y el nombre que salieron de mi boca en aquél terrible divagar.

Hizo un comentario que me llamó la atención, y le pregunté la edad. ¿Veintiséis?, inquirí. Su cara era indescifrable, excepto cuando sonreía, pero sabía que me había acercado. ¿Veintisiete?. “No te lo quiero decir”, respondió contrariada, “¿acaso importa?”, preguntó con firmeza, haciendo retroceder mi valentía. “No”, concedí de nuevo.

Era bastante más alta que yo. No tenía un cuerpo llamativo, pero su cara invitaba a la conversación, y una vez en ella, su actitud errante, a ratos cálida, a ratos perdida, te envolvía en curiosidad y en la dulce sensación de estar con una amiga. Creo que la mezcla explosiva estaba en su parte rusa más que en su parte alemana, aunque he de reconocer que ambas suscitaban mi envidia: por un lado Tolstoi, por el otro Nietzsche. Quién pudiera.

La conversación se hizo cada vez más intensa, que es lo que suele ocurrir cuando se adereza con vino tinto, francés o de cualquier parte. El inglés nos ponía obstáculos de cuando en cuando, que acertábamos a superar con descripciones, dando un rodeo a los verbos que uno u otro no conocíamos. Resultó que los dos eramos escritores. “¿Eres buena?”, pregunté. “Quien me ha leído dice que sí. Tengo un profesor que me apoya, y que alguien que ha leído miles de libros y que dedica su vida a la literatura crea en ti hace mucho”. Me gustó la respuesta, y le comenté que yo también tenía uno de esos apoyos. Creo que, en ese momento, los dos fuimos conscientes de lo trágico de la situación: ella nunca podría leer lo que yo había escrito tal y como lo había escrito, y yo tampoco podría leer su obra tal y como ella la había concebido. Bebimos por lo triste, y también por todo lo que no lo era.

Ella habló de su padre, yo del mío. Ella habló de sus relaciones, y yo hablé de las mías. Le dije que sólo había sabido estar solo durante dos años desde los quince, y preguntó: “¿Los últimos dos?”. Decir que no fue la tercera concesión, y volvió a preguntar: “¿Eres feliz?”. Sí, no, y todo lo contrario, vine a decir, y me perdí en analizar mi situación, algo que ella supo soportar con entereza. Yo hablé más que ella, y cansado de escucharme comencé a hacerle preguntas. Entre sus respuestas dejó ver sus veintisiete, casi sin intención. A veces entristecía súbitamente, como si en cualquier momento fuese a romper a llorar, y otras solo se esforzaba por dar una respuesta justa, pero muchas respondía con otra pregunta, como si se sintiese atacada, y al tiempo que elevaba la voz en tono hostil, me clavaba dos esferas de un azul que me hubiera arrebatado el alma si lo hubiera pretendido. En un par de ocasiones me hizo sentir un animal acorralado, culpable de no sé bien qué, y en algún punto del interrogatorio, con especial violencia, me preguntó por qué le hacía tantas preguntas. No sabía hasta qué punto su forma de ser estaba condicionada por el lenguaje, pero recordé que al comenzar la velada habíamos coincidido en que no proyectábamos nuestra verdadera imagen porque no nos expresábamos en lengua materna.

Me encontré en muchas de sus miserias, en su infancia y en sus palabras. Empezaba a pensar que estaba hablando conmigo mismo. Retomé “Niebla”, y le pregunté si había leído algunos libros que a mi me encantaron, como Rayuela. Con la ayuda del ordenador averiguamos que era “Hopscotch” en inglés, y “Himmel und Hölle” en alemán. Me preguntó sobre la temática, si era una historia de amor, y le dije que sí: que había dos formas de leerlo, que se desarrollaba, en parte, en París, alrededor de un grupo de amigos que se reunían para fumar, escuchar música, hablar de la vida, de la muerte, y de literatura. Empezó a reír y entonces caí en la razón. “¡Nos faltan los cigarrillos!”, dijo. Me habló de Albert Camus, alrededor del cual versaba su tesis, y en algún punto tomamos una intersección que nos llevó hasta Freud.

La muerte acabó llegando sin necesidad de forzarla, como es su costumbre. A ambos nos aterraba, y los dos queríamos sentir una vida eterna. La muerte nos había unido en una preciosa conversación en la que ella decía que había dejado ir mucho tiempo, que sentía que se acercaba a un abismo. Empezó a hablar realmente fuerte. Miré de reojo la botella, a la que le quedaban dos tragos, y escuché cómo decía que quería vivir doscientos años, y sólo cuando estuviese harta, estaría dispuesta, con condiciones, a morir. “¡Quiero tener veintitrés años durante tres años, veintidós durante dos, veinte durante cuatro! ¿Por qué sólo puedo vivir un año de cada año? ¡No es justo!”. Su planteamiento me sorprendió, y me pareció lícito. Sí, ¿por qué no? Así es como tenía que ser.

Hablamos más sobre la vida que sobre la muerte, supongo que porque ninguno de los dos se sentía con el derecho de estropear la noche del otro, pero la de la guadaña no nos faltó entre los vinos, e incluso gráficamente gusanos, cenizas y la eterna nada asomaron a nuestros compungidos rostros, que se hundían cada vez más, a medida que la negritud avanzaba, cayendo hacia el suelo, camino a una depresión relámpago.

- ¿Mañana tienes clase? -preguntó, mirando el reloj-
- Sí, a las nueve. ¿Qué hora es?
- Las dos
- ¡¿Qué?! ¿En serio?
- Sí -rió-
- No puede ser. Mejor me voy yendo.

El vino se había acabado hacía al menos una hora. “Tiene que hacer frío fuera”, dijo, casi tiritando, pues la calefacción centralizada se había apagado hacía ya rato. “Sí, pero soy una cebolla”, contesté mientras me ponía el jersey y los dos abrigos. Nos deseamos buenas noches y nos despedimos con un abrazo muy alemán, cuando mi cerebro aún dudaba entre los dos besos y el estrechamiento de manos.

Bajé las escaleras y me adentré en el noviembre de una Irlanda que ya empezaba a helar. Las lunas de los coches titubeaban gélidas, con una capa de hielo considerable, y no eran las únicas. Cuando llegué a casa no pude evitar pensar que algo importante en mi vida había sucedido aquella noche, que había descubierto algo que no lograba identificar, pero algo.

Al día siguiente conseguí despertar a tiempo para mi clase de la mañana y por la tarde nos volvimos a escribir. “Soul brother”, dijo, para referirse a mi. Entonces supe que eso era lo que la noche anterior había sentido, ese “algo” con el que no daba: había encontrado una “soul sister” que podía leer a Chéjov y a Kafka sin pervertirles ni un susurro.

Pequeñas montañas


A veces coger pensamientos y plasmarlos en un papel se siente como cuando, cada mucho tiempo, una de esas grandes agencias de inteligencia desclasifica documentos que atañen a todo el mundo, pero que sólo conocían unos pocos. Mis pensamientos atañen a unos pocos y al final resulta que ya los conocía todo el mundo, pero eso no quita que la sensación que tengo al dejarlos ir sea la de estar abriendo una caja que estaba llena de oscuridad. A veces pienso que, a medida que los días se van haciendo más cortos, mis pilas se van gastando: que empiezo el año, en realidad, a mediados de febrero, cuando las cosas ya no parecen tan tristes porque están un año más lejos que antes, y que lo empiezo como esos zapatos blancos a estrenar, que a medida que el tiempo pasa y uno los usa, se desgastan y se vuelven negros, y que ya para cuando llega diciembre no tengo zapatos, ni pilas. Y en enero simplemente hiberno, cargando con el cansancio acumulado de desfallecer año tras año.

Cómo cansa cansarse. Y el monumento a Vittorio Emanuel, que es el altar de la patria, ahí, tan blanco y puesto ahí, al lado de la columna de Trajano, como si la sangre y los años no los separasen, como si no hubiesen muerto y muerto y muerto tantos y tantas en los dos minutos que hay del uno al otro. A quién se le ocurre. A quién.

No descarto que yo sea el que equivoca los conceptos -es decir, que esté conceptualmente equivocado-, pero no es primordial, primigenio, primerizo ni apremiante. Lo apremiante son las ganas que tiene la gente normal de no sentirse normal. Lo primordial es la urgencia de los primerizos de no parecerlo. Lo verdaderamente importante, más allá de las palabras, es el deseo de distanciarse de la masa a base de remedios artificiales que no hacen sino convertir al presuntamente distanciado en el eslabón más visible de la masa. A quién se le ocurre. Yo a veces mataría por la normalidad, y qué hay más normal que eso.

Ya te lo he contado en algún poema de esos que no publico porque ya no escribo nada que merezca la pena leer. La tienda que hay en Colegio Catalino lleva ya más de dos meses "cerrada por enfermedad", y aunque no sé qué habrá pasado, temo que el dueño -o la dueña- esté muy enfermo, o quién sabe si muerto, y qué pena dan esas cosas, aunque siquiera supiese de qué negocio se trataba. Ya ves, iré y pegaré un cartel debajo del cartel blanco y arrugado que anuncia la enfermedad, y le desearé que se mejore pronto.

¿Has visto cómo se apilan las hojas?