Pequeñas montañas


A veces coger pensamientos y plasmarlos en un papel se siente como cuando, cada mucho tiempo, una de esas grandes agencias de inteligencia desclasifica documentos que atañen a todo el mundo, pero que sólo conocían unos pocos. Mis pensamientos atañen a unos pocos y al final resulta que ya los conocía todo el mundo, pero eso no quita que la sensación que tengo al dejarlos ir sea la de estar abriendo una caja que estaba llena de oscuridad. A veces pienso que, a medida que los días se van haciendo más cortos, mis pilas se van gastando: que empiezo el año, en realidad, a mediados de febrero, cuando las cosas ya no parecen tan tristes porque están un año más lejos que antes, y que lo empiezo como esos zapatos blancos a estrenar, que a medida que el tiempo pasa y uno los usa, se desgastan y se vuelven negros, y que ya para cuando llega diciembre no tengo zapatos, ni pilas. Y en enero simplemente hiberno, cargando con el cansancio acumulado de desfallecer año tras año.

Cómo cansa cansarse. Y el monumento a Vittorio Emanuel, que es el altar de la patria, ahí, tan blanco y puesto ahí, al lado de la columna de Trajano, como si la sangre y los años no los separasen, como si no hubiesen muerto y muerto y muerto tantos y tantas en los dos minutos que hay del uno al otro. A quién se le ocurre. A quién.

No descarto que yo sea el que equivoca los conceptos -es decir, que esté conceptualmente equivocado-, pero no es primordial, primigenio, primerizo ni apremiante. Lo apremiante son las ganas que tiene la gente normal de no sentirse normal. Lo primordial es la urgencia de los primerizos de no parecerlo. Lo verdaderamente importante, más allá de las palabras, es el deseo de distanciarse de la masa a base de remedios artificiales que no hacen sino convertir al presuntamente distanciado en el eslabón más visible de la masa. A quién se le ocurre. Yo a veces mataría por la normalidad, y qué hay más normal que eso.

Ya te lo he contado en algún poema de esos que no publico porque ya no escribo nada que merezca la pena leer. La tienda que hay en Colegio Catalino lleva ya más de dos meses "cerrada por enfermedad", y aunque no sé qué habrá pasado, temo que el dueño -o la dueña- esté muy enfermo, o quién sabe si muerto, y qué pena dan esas cosas, aunque siquiera supiese de qué negocio se trataba. Ya ves, iré y pegaré un cartel debajo del cartel blanco y arrugado que anuncia la enfermedad, y le desearé que se mejore pronto.

¿Has visto cómo se apilan las hojas?

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