Le Havre, Hopscotch, o la muerte sin más


Abrió la puerta en pijama, como quien recibe a un amigo de toda la vida, y me invitó a subir. No sonrió, ni hablamos mientras subíamos los tres pisos. La puerta del apartamento estaba abierta. Atravesamos un pasillo con puertas blancas a ambos lados, todas estaban cerradas, excepto la última del lado siniestro: la suya. Pasamos al salón, donde había dispuesto una botella de vino “Le Havre” -¡como la película!, pensé- y dos pequeños platos con patatas fritas y galletas. Se sentó en el sofá, un sofá negro de cuero que rodeaba una pequeña mesa de madera, y, tras deshacerme de mis dos abrigos y bufanda, yo también me senté.

Nos habíamos visto una vez antes, en una fiesta, allí mismo. Aquél día había mucha gente y apenas intercambiamos una palabra, pero fue la mejor anfitriona que he tenido, siempre atenta y complaciente, y quise hacérselo saber, así que le escribí un correo al día siguiente dándole las gracias por todo. Algunos días después ella me escribió a mi, diciendo que no entendía la muerte y que se iba a volver loca. Quedamos en que alguna vez tendríamos que hablar de ello con una copa de vino en la mano.

Descorché la botella, no sin dificultades, ya que mis manos estaban heladas. Ella observaba atenta mi falta de habilidad, lo que hizo que yo me negase a dejar esa botella cerrada un minuto más -de lo contrario, tendría que irme de allí con el rabo entre las piernas, preguntándome por qué nadie me enseñó nunca a abrir una botella de vino, y por qué tendría nadie que haberlo hecho, cuando no requiere más que dos manos y una mínima fuerza-. Para mi alivio, conseguí abrir la botella, pero no pude evitar quejarme de lo que me dolían las manos a causa del frío combinado con el esfuerzo, y mientras me decía lo sensible que era, sirvió dos copas.

Di el primer trago, dejé el vaso sobre la mesa y le pregunté: “¿Bueno, y qué opinas sobre la muerte?”, me respondió que no era forma de empezar una conversación, y que lo adecuado sería empezar por un “¿qué tal el día?” o algo parecido. Concedí la observación y comenzamos a hablar. Me dijo que había leído a un autor español, pero que no recordaba el nombre, y que el título en inglés era “The Dust”. No conseguía localizar el libro en mi memoria. Pensé que, tal vez, en español el título sería distinto. La asesina de incógnitas de nuestro siglo que es la tecnología se encargó de despejar “x”, y resultó que había leído “Niebla”, de Miguel de Unamuno. Comenté lo mucho que me gustó cuando lo leí y le conté que mi bisabuelo opositó a la misma cátedra que Unamuno, y que ocupó un sillón en la Real Academia Española, y también relaté, tan fidedignamente como me fue posible, el episodio con Millán-Astray y la intervención de Carmen Franco para salvar el pellejo de aquél sumo sacerdote bilbaino-salmantino. Ella parecía interesada y empecé a divagar sobre todo un poco, que es un mal vicio que tenemos algunos cuando se nos deja ir. “Regeneracionismo”, “Cuba” y “Joaquín Costa” fueron el movimiento, la isla y el nombre que salieron de mi boca en aquél terrible divagar.

Hizo un comentario que me llamó la atención, y le pregunté la edad. ¿Veintiséis?, inquirí. Su cara era indescifrable, excepto cuando sonreía, pero sabía que me había acercado. ¿Veintisiete?. “No te lo quiero decir”, respondió contrariada, “¿acaso importa?”, preguntó con firmeza, haciendo retroceder mi valentía. “No”, concedí de nuevo.

Era bastante más alta que yo. No tenía un cuerpo llamativo, pero su cara invitaba a la conversación, y una vez en ella, su actitud errante, a ratos cálida, a ratos perdida, te envolvía en curiosidad y en la dulce sensación de estar con una amiga. Creo que la mezcla explosiva estaba en su parte rusa más que en su parte alemana, aunque he de reconocer que ambas suscitaban mi envidia: por un lado Tolstoi, por el otro Nietzsche. Quién pudiera.

La conversación se hizo cada vez más intensa, que es lo que suele ocurrir cuando se adereza con vino tinto, francés o de cualquier parte. El inglés nos ponía obstáculos de cuando en cuando, que acertábamos a superar con descripciones, dando un rodeo a los verbos que uno u otro no conocíamos. Resultó que los dos eramos escritores. “¿Eres buena?”, pregunté. “Quien me ha leído dice que sí. Tengo un profesor que me apoya, y que alguien que ha leído miles de libros y que dedica su vida a la literatura crea en ti hace mucho”. Me gustó la respuesta, y le comenté que yo también tenía uno de esos apoyos. Creo que, en ese momento, los dos fuimos conscientes de lo trágico de la situación: ella nunca podría leer lo que yo había escrito tal y como lo había escrito, y yo tampoco podría leer su obra tal y como ella la había concebido. Bebimos por lo triste, y también por todo lo que no lo era.

Ella habló de su padre, yo del mío. Ella habló de sus relaciones, y yo hablé de las mías. Le dije que sólo había sabido estar solo durante dos años desde los quince, y preguntó: “¿Los últimos dos?”. Decir que no fue la tercera concesión, y volvió a preguntar: “¿Eres feliz?”. Sí, no, y todo lo contrario, vine a decir, y me perdí en analizar mi situación, algo que ella supo soportar con entereza. Yo hablé más que ella, y cansado de escucharme comencé a hacerle preguntas. Entre sus respuestas dejó ver sus veintisiete, casi sin intención. A veces entristecía súbitamente, como si en cualquier momento fuese a romper a llorar, y otras solo se esforzaba por dar una respuesta justa, pero muchas respondía con otra pregunta, como si se sintiese atacada, y al tiempo que elevaba la voz en tono hostil, me clavaba dos esferas de un azul que me hubiera arrebatado el alma si lo hubiera pretendido. En un par de ocasiones me hizo sentir un animal acorralado, culpable de no sé bien qué, y en algún punto del interrogatorio, con especial violencia, me preguntó por qué le hacía tantas preguntas. No sabía hasta qué punto su forma de ser estaba condicionada por el lenguaje, pero recordé que al comenzar la velada habíamos coincidido en que no proyectábamos nuestra verdadera imagen porque no nos expresábamos en lengua materna.

Me encontré en muchas de sus miserias, en su infancia y en sus palabras. Empezaba a pensar que estaba hablando conmigo mismo. Retomé “Niebla”, y le pregunté si había leído algunos libros que a mi me encantaron, como Rayuela. Con la ayuda del ordenador averiguamos que era “Hopscotch” en inglés, y “Himmel und Hölle” en alemán. Me preguntó sobre la temática, si era una historia de amor, y le dije que sí: que había dos formas de leerlo, que se desarrollaba, en parte, en París, alrededor de un grupo de amigos que se reunían para fumar, escuchar música, hablar de la vida, de la muerte, y de literatura. Empezó a reír y entonces caí en la razón. “¡Nos faltan los cigarrillos!”, dijo. Me habló de Albert Camus, alrededor del cual versaba su tesis, y en algún punto tomamos una intersección que nos llevó hasta Freud.

La muerte acabó llegando sin necesidad de forzarla, como es su costumbre. A ambos nos aterraba, y los dos queríamos sentir una vida eterna. La muerte nos había unido en una preciosa conversación en la que ella decía que había dejado ir mucho tiempo, que sentía que se acercaba a un abismo. Empezó a hablar realmente fuerte. Miré de reojo la botella, a la que le quedaban dos tragos, y escuché cómo decía que quería vivir doscientos años, y sólo cuando estuviese harta, estaría dispuesta, con condiciones, a morir. “¡Quiero tener veintitrés años durante tres años, veintidós durante dos, veinte durante cuatro! ¿Por qué sólo puedo vivir un año de cada año? ¡No es justo!”. Su planteamiento me sorprendió, y me pareció lícito. Sí, ¿por qué no? Así es como tenía que ser.

Hablamos más sobre la vida que sobre la muerte, supongo que porque ninguno de los dos se sentía con el derecho de estropear la noche del otro, pero la de la guadaña no nos faltó entre los vinos, e incluso gráficamente gusanos, cenizas y la eterna nada asomaron a nuestros compungidos rostros, que se hundían cada vez más, a medida que la negritud avanzaba, cayendo hacia el suelo, camino a una depresión relámpago.

- ¿Mañana tienes clase? -preguntó, mirando el reloj-
- Sí, a las nueve. ¿Qué hora es?
- Las dos
- ¡¿Qué?! ¿En serio?
- Sí -rió-
- No puede ser. Mejor me voy yendo.

El vino se había acabado hacía al menos una hora. “Tiene que hacer frío fuera”, dijo, casi tiritando, pues la calefacción centralizada se había apagado hacía ya rato. “Sí, pero soy una cebolla”, contesté mientras me ponía el jersey y los dos abrigos. Nos deseamos buenas noches y nos despedimos con un abrazo muy alemán, cuando mi cerebro aún dudaba entre los dos besos y el estrechamiento de manos.

Bajé las escaleras y me adentré en el noviembre de una Irlanda que ya empezaba a helar. Las lunas de los coches titubeaban gélidas, con una capa de hielo considerable, y no eran las únicas. Cuando llegué a casa no pude evitar pensar que algo importante en mi vida había sucedido aquella noche, que había descubierto algo que no lograba identificar, pero algo.

Al día siguiente conseguí despertar a tiempo para mi clase de la mañana y por la tarde nos volvimos a escribir. “Soul brother”, dijo, para referirse a mi. Entonces supe que eso era lo que la noche anterior había sentido, ese “algo” con el que no daba: había encontrado una “soul sister” que podía leer a Chéjov y a Kafka sin pervertirles ni un susurro.

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