Manhattan


Nos pudo Manhattan. Nos pudo la ambición, y perdimos el contexto. Hielo, nos volvemos de hielo y con él tememos que llegue la primavera y hacernos agua que corre río abajo mientras la naturaleza, que también somos nosotros, nos ofrece resistencia. Somos agua gélida que baja rampante hasta tocar el fondo, y entonces emerge como lava furibunda, y tras la erupción simplemente sigue su curso hasta tocarse con el mar. Nos hacemos uno con el mar en esta isla donde se sueña con metal; en esta isla en la que el pecado se mide según el pecador, y en la que se pescan toneladas que siquiera se comerán. Es vertiginosa esta isla. Es como el hielo que en primavera se vuelve agua y corre río abajo sorteando los peces, y furibunda sigue su curso hasta perderse en el mar.

Antes hubiese encendido un cigarrillo, pero ya no. Me ajusto la bufanda y subo al vagón. Lata de sardinas donde se mezclan los peces nacidos en este mar y los que han llegado a él por azar, fortuna o desgracia. Respiro. El cristal se ruboriza y aparta la mirada. Me lo hace saber empañándose, y ceso el cortejo. Miro a una chica y veo un atún. Miro a otra y es un besugo. Veo tiburones, ballenas, esturiones y medusas. Es un río oceánico este mar, esta lata, que en cualquier momento puede ser una trampa mortal, y río entre dientes. Yo no soy un pez. Yo soy el agua que los arrastra. Bajo, camino.

La lata se ha vuelto más grande: ha ampliado sus horizontes. Inundo las calles, torrencial, y los peces se apartan como pueden, tratando de salvar su vida. Ya no es una lata. No. Ahora estoy en la isla. Alguien arroja comida y es como ser testigo tras el cristal de una pecera: en violentas sacudidas lo devoran, y en apenas segundos sólo quedan restos que ninguno de ellos quieren. Llegan otros peces más pequeños, y gustosos recogen los restos. En cada esquina suena el metal, que golpea con fuerza el suelo, haciendo que la isla entera retumbe de manera constante: el seísmo es entonces normalidad, y sólo cuando cesa cunde el pánico, y la escena de la comida se repite con dramáticas diferencias. Sigo caminando.

Me miran y saben que soy agua; saben que el agua no pertenece a su complejidad ficticia, en la que pretenden ser animales más sofisticados de lo que son, y tiemblan ante la brisa que me acompaña. Leo los carteles con atención, los repito en voz alta. Antes de ser agua fui niño, y hubo momentos en los que se me olvidó leer, y para aprender de nuevo tuve que leer en voz alta cada cartel. Ahora no me hace falta aprender, pero les doy voz para que no se sientan ignorados. No hay nada más triste que un cartel que nadie lee, excepto todo aquello que resulta más triste, como el agua encerrada en una lata, o los pájaros que van a morir a la costa cuando sienten que se acaba su tiempo. Respiro, y fluyo sin rumbo.

Giro la esquina. Me siento cansado. El aire está hecho del humo de miles de cigarrillos que confundo con mi vapor. Me pesan las piernas. Los peces se agolpan a mi alrededor. ¿Me están bebiendo?.

Respiro angustiado, con dificultad. Intento zafarme, arrastrarlos corriente abajo, pero no tengo caudal suficiente. Flaqueo. Pronto se forman bancos que una gaviota dispersa, pero llegan más. Me veo morir. Recuerdo ser hielo, y todo cuanto arrastré: los árboles, las rocas, las ramas, la arena. Es entonces cuando me doy cuenta: me he agotado. Soy agua dentro de una isla. He sido lo que no se puede ser. Y difícilmente recuerdo querer ser otra cosa.

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