Barruntaba lo que había de venir como un indio de
piel oscura, con una exactitud inaudita. Lola se le quedaba mirando
atónita cuando, ligera una rama, se aligeraba aún más por el vuelo de un
gorrioncillo. Él inhalaba el aire del mundo y decía, serio, esto o
aquello, siempre previsiones a corto plazo, que se cumplían como los
días se van cumpliendo uno tras otro.
En
las horas tristes de la tarde se le veía subir la montaña con las dos
manos detrás de la espalda, a la altura de la cintura, cogidos el índice
y el corazón de una con los cinco de la otra. Ya de noche bajaba, como
si fuese un zorro en busca de sobras, y se sentaba a la mesa donde
nosotros ya íbamos por el café.
Algunos
de los nuestros pensaban que estaba loco, que le faltaba un tornillo, y
evitaban acercarse a él. A mí me gustaba. Creo que lo que le pasaba era
que no estaba hecho para el mundo. Cuando le miraba a los ojos –a
veces- me parecía ver el peso atlántico de la nostalgia. Tal vez echase
de menos otro tipo de mundo, otro tiempo. No sé.
Un
día lo vimos con una gran mochila a cuestas. La materialización de su
nostalgia, pensé; ya no soy el único que lo ve. Se alejaba por un
sendero de piedras que subía hacia la montaña. Se detuvo en seco, como
si hubiese advertido nuestras miradas, y se giró muy despacio. Cargaba
en sus brazos un labrador negro que yo había visto entrar y salir del
campamento en un par de ocasiones. Se detuvo con el cuerpo de medio
lado, mirando hacia donde estábamos, amontonados por la curiosidad. Yo
creo que nos escudriñaba desde la distancia, con la vista de águila que
tienen los indios de piel oscura. Volvió a girar sobre sí mismo y siguió
el sendero, hasta que pronto todos se habían dispersado y sólo quedaba
yo, y primero desapareció todo él, excepto la mochila, y después hasta
eso se perdió camino arriba.
Durante
la comida, sentados a esa angustiosa tabla infinita de madera, alguien
dijo que se joda el perro del loco, buen veneno para ratas, sí señor.
Desde
entonces, y durante bastante tiempo, todas mis horas fueron tristes, en
las mañanas y en las tardes, y hasta en las noches, que ni el cielo
abierto y todas sus estrellas me sacudían de la piel aquellos ojos
muertos del labrador, a los que la distancia no restaba ni un ápice de
muerte, ni de barbarie.
No
volví a ver al indio de piel oscura, aunque durante años esperé verlo
bajar de la montaña como un zorro, ya no en busca de sobras, sino del
latir de aquél cobarde. Pero no. Lola entristeció conmigo en su
ausencia, pero logró por fin un hijo y aquello le barrió la pérdida del
indio. Yo, en cambio, empecé a subir a la montaña, hasta que llegó un
día en el que fui incapaz de regresar.
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