Navidad

 Yo, que era feliz cuando no lo sabía, y me comía las uñas en misa, deseando que el párroco acabase su interminable letanía, y me hacía y deshacía a voluntad también sin saberlo. Me solía envolver en papel de regalo. Me solía envolver mal, porque es como yo envuelvo. Creo que nunca me darán un premio por mis envoltorios. Dicen que el cuerpo es eso, precisamente: un envoltorio; cáscara; carcasa; contenedor; caja. Una crisálida. El problema viene cuando uno abre la caja y la encuentra vacía, y entonces, después de rota la caja, no queda nada, si acaso cenizas al lado de un árbol, y el ciclo del carbono. Conjunción copulativa a la carrera. Yo soy de esos que hacen de los meses personas, porque sí, porque me gusta saber que diciembre sale ya por la ventana, llevando consigo las buenas y las malas, y todas muertas en el recuerdo. Enero nos entusiasma tanto porque ojalá pudieramos empezar de nuevo: renacer y hacer las cosas distinto. Estoy seguro de que, si volviésemos a nacer, haríamos las cosas igual. Seguro que Hitler se caería por las escaleras y eso le trastornaría hasta convertirlo en demonio. O tal vez eso me lo haya inventado. Las ramas de este árbol son tan largas; hay tanto por donde caminar a mis anchas que temo que las ramas se hagan bosque y del bosque se pierda la claridad y llegar a la arena de noche, cuando no pueda leer los nombres que hay en ella.

En realidad, no tiene importancia. En términos relativos, nada la tiene. Por eso ya nunca encontramos níscalos, pero tampoco minas, ni difteria, ni malaria, y gracias, pero no a dios. Así que, qué importa nada, si los regalos están mal envueltos, la cáscara es eso y es todo lo que hay, y diciembre sale por la ventana porque quiere morirse de una vez por todas.

Siempre que veo el mar pienso en aquel viejo de Hemingway y entristezco por todas las tristezas que he leído en los libros, pero entristezco por orden: primero me da pena pensar en Horacio y Traveller y en el tablón de madera que va de pieza a pieza -y la verdad es que no sé por qué, pero siempre me da pena verlos ahí-, después me da pena aquél retrasado mental que vivía en algún lugar de los Andes, al que Sendero Luminoso le mató todas las vicuñas "por la causa", y casi de inmediato me golpea la tristeza por todos los instrumentos desafinados que se pudren en los manicomios. Luego sí, luego pienso en todos los Buendía, en Aomame, en Tengo, en Sylvia, en Ignatius, en aquella Andrea que se fue a Barcelona, en Sabina, en el pobre Adrià, al que su padre no supo querer, pero al final siempre acabo en aquella residencia para ancianos de Cercas, llorando porque, fíjate, al final siempre se muere solo. Al menos el viejo tenía al chaval. Ocurre que a veces a uno lo matan mal, como le pasó a Gila, pero morir siempre se muere mal.

En mi casa las toallas nunca huelen a nube. No es que importe, porque nada lo hace, pero bueno, es un hecho. En Bratislava, no muy lejos de la estación de autobuses, hay una iglesia del color del cielo cuando hace bueno. En el aeropuerto de Dublín hay una chica que te mira como si se fuese a fundir contigo, aunque sea sólo lo que dura el cruce de miradas, y unos aseos en los que escribes poemas de despedidas en aeropuertos. En la costa de Croacia hay una botella de vino de un litro con un burro en la etiqueta y el mar a las dos de la mañana, donde no puedes leer los nombres en la arena. Y siempre va a haber un bar al lado de la estación de trenes de Budapest donde matarás las dos horas que quedan para irte, y te vas a emborrachar con un vino muy raro, para llegar al tren corriendo, y que las puertas se cierren al instante. Nuestro anfitrión ha cocinado cordero y hay seis botellas de vino sobre la mesa, enjoy y ya son veintitrés. De Nápoles a Florencia son siete horas en tren, así que más te vale ir cortándote el pelo, y qué amables son los adventistas del séptimo día.

No estoy seguro de sobre qué escribía antes de no escribir. Supongo que es algo parecido a la problemática que supone no saber qué hacía antes de no nacer, y etcétera. El pleno a ochenta, la línea a trece, el cartón a dos y empezamos. Pareciera que siempre faltasen uno o dos números para la línea, si hubiesen esperado un poco...

Desde la cocina llega el olor (sin hache) a cordero en su salsa con patatas. Una vez, mi hermano David y yo fuimos a comer una de las casas de mi padre -no es que tuviese muchas, es que vivió en muchas, y me refiero a aquella que quemó unos meses más tarde-. Era el día de Navidad. El mismo día que hoy. El mismo día que Victoria decidió hasta aquí, hace hoy un año. Era el mismo día, pero hace ya cuatro o cinco años. Y mi padre, que nunca tuvo un duro porque tenía agujeros en los bolsillos y muy poca suerte, sacó de aquél pequeño horno de aquella casa de dos habitaciones en Monachil, que después olería a calcinado y a no estoy muerto por los pelos, el mejor cordero que yo he probado nunca. Y puede que, sentado en aquella mesa redonda con salvamanteles de flores quemado por los cigarrillos, en aquel ambiente sórdido, solitario y muy triste, en el que la decoración navideña no lo hacía sino más triste, más solitario y más sordido, lo que supiese tan bien no fuese el cordero, sino el hecho de que mi padre -que tenía agujeros en los bolsillos y muy poca suerte- hubiese hecho el esfuerzo de prepararlo con todo el cariño del que era capaz, que era mucho. En su misa también me comía las uñas, porque el cura no conocía a mi padre, ni sabía de aquel cordero, ni de todo -y hay mucho- lo demás, y le daba igual.

Los vacíos son inconmensurables, las distancias insalvables y las felicidades -en plural- efímeras.

Cuando pasas por Connaught a las doce, el castillo apenas sí conoce el agua, y todas las barquitas están tocando el fango. A la vuelta, el castillo y el mar son uno, y es difícil reconocer el lugar. Allí es a dónde van a morir las cosquillas. Yo tengo un amigo allí que es caballo casi blanco, con los ojos muy grandes y la lengua muy húmeda, y que se la pasa relinchando y dando consejos al aire.

Aníbal estaba cansado de la hipocresía que domina en las relaciones interhumanas, incluso en las más íntimas, y Aníbal, que es Moliére en dos mil catorce a la puerta de una discoteca, da en el clavo. Y Don Mendo por fin consigue su venganza, y vine a Comala porque me dijeron que aquí vivia mi padre.

Antes de irme a dormir, me imagino que el sol le dice a la luna, en cada atardecer, justo antes de irse del todo, algo así como: qué guapa estás hoy, luna. O: hoy estás más guapa que nunca. Cada día, durante miles de millones de años. E imagino que no se cansa, ni manda a la luna -que nunca contesta- a tomar viento, sino que sigue pacientemente trabajando el terreno. E imagino que lo hace por dos cosas: primero, porque alberga esperanza. Y después, porque el tiempo pasa de forma distinta para el sol, y qué son unos cuantos miles de millones de años si la recompensa es la luna, ¿verdad?

Mañana, dentro de siete días, ya es enero. Los enero -que he conocido ya a unos cuantos, no creas- son de guerra, de transformación fallida, de conflicto. De conflicto. No del que deja niños muertos en la franja de Gaza, ni del que deja viudas en Kobani, ni del que deja huérfanos en Melilla, sino del que te deja muerto, viudo y huérfano todo por dentro, y no hay escapatoria posible. Alguien debería dejarles claro a todos los genocidas que no hay la más remota posibilidad de redención, y que al infierno con ellos, carajo.

En Valsaín hay un palacio en el que se perdía el rey archivero; ese que, para haber firmado todos los documentos que firmó, tuvo que no haber dormido nunca. Pero siempre hay un truco, llámalo magia.

Es verdad que nunca llego a ningún sitio. Siempre me ha gustado pensar que es porque no me lo propongo.

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